En
el remoto pueblo de Deadwood no hay buenos y malos. No hay una confrontación
entre la luz y la oscuridad. Hay humanidad, cinismo, ambición, suciedad y
miseria. Incluso podríamos decir que no hay otro protagonista que el propio
pueblo de Deadwood, pues lo que
seguimos no es tanto la trama de unos personajes –bueno, un poco- sino el
simple día a día de un pueblo del Oeste en plena fiebre del oro. El dinero
fluye a través de los ríos, atrayendo a una plétora de cazadores de fortuna,
algunos idealistas, otros desesperados y casi todos malnacidos. Ya desde el
cuarto capítulo nos daremos cuenta de que no se trata de una serie normal,
pues cada personaje arrastra una historia detrás, con sus problemas, sus
traumas y sus sueños en un mundo infernal, en el que solo los más duros se
mantienen en pie tras los primeros embates de realidad (aunque
sea para caer derrotados poco después).
Casi
ningún capítulo de Deadwood te dejará con avidez para dar play e ir a por el
siguiente. Te levantarás del sillón meditabundo, reflexionando sobre lo que acabas
de ver y cómo no puedes sino identificarte con un depravado
asesino, un mezquino recepcionista o un implacable sheriff que es al mismo
tiempo testigo, juez y verdugo. Deadwood nos recuerda la forja de los
imperios, las toneladas de injusticia e inmoralidad que acompañan todos los
grandes empeños de pasar de la impiedad bárbara a la eficiencia
institucionalizada. Nos explica cómo se pasó de las carnicerías
sin ley ni orden y de los disparos por doquier al sableo de los caciques, el
amaño de elecciones y la brutalidad de una política de odios enconados que no
permite la presencia de la violencia, pero que es insospechadamente más letal.
Sí, el primer capítulo parece presentarte a unos buenos que lucharán
enconadamente contra unos enemigos claramente siniestros. Sin embargo, a medida
que los días transcurren, los papeles se oscurecen, los enemigos se alían y
todo se complica, ya es difícil distinguir el lugar que ocupa cada uno. Todos
ceden y negocian –los que sobreviven-. No hay lugar para la debilidad en
Deadwood.
El titán que maneja
el pueblo es Al Swearingen (Ian McShane). Es el dueño del prostíbulo local, amén de uno de
los bares, pero no hay negocio que florezca en Deadwood que no cuente con su
aprobación. Swearingen es un ególatra amoral que encarna desde un primer momento la
manipulación y la impiedad. Un malvado inteligente y hábil para
el que sus intereses son la única ley por la cual ceñirse. Deberíamos odiarle
desde un primer momento pero pronto aprendemos que, a su manera, quiere lo
mejor para el pueblo, pues así saca el máximo rédito. Por muy cabrón que te
pueda parecer (que lo es), adorarás a este tío. Es un auténtico hijodeputa (de
la peor especie), pero casi desde un inicio se convierte en nuestro hijodeputa.
Y eso cambia las cosas. Ian McShane se merece todos los premios que se te
puedan ocurrir y más. El puto amo, que dirían algunos.
Su reverso moral, la
otra cara de la moneda, es Seth Bullock (Timothy Olyphant). Llegado al pueblo en el
primer capítulo con el objetivo de montar una ferretería y, simplemente ganar
dinero, encarna el bien a lo bruto. Hombre de una férrea moral y un humor
irascible, no concibe la existencia de los grises. Es rápido en
juzgar y más rápido en desenfundar. Siempre en guerra con todos (contra sí
mismo especialmente), contra la imperfección de la vida, pero al mismo tiempo
el bastión de ética en el que todos confían. Bullock… le quieres, le odias, le
compadeces. Es el retrato de un idealista puro, de un puritano máximo.
Alguien que prefiere inmolarse, que elige sentir la cercanía de la muerte antes
que la de la confusión o la duda. Timothy Olyphant compone a un personaje tan
duro que parece irrompible, pero que es consciente de su fragilidad y sufre por
todos. Su esforzada mentalidad de hombre de acción choca de frente contra la
necesidad de refrenarse, contra la necesidad de aceptar que es necesario que
haya un poco de mal en el mundo que responda ante la admonición de un mal
superior.
Podría seguir así con
cada uno de los personajes. Todos merecen un párrafo en el que desarrollar su
historia: el
abnegado Doc Cochran, que purga los errores del pasado remendando los cuerpos y
las almas rotas; el letal “Wild” Bill Hickock, consciente de que ésta es su
última aventura; la prostituta Trixie, que se debate entre la practicidad
fatalista y la ilusión de la civilización; la viuda Garret, fuente de dinero y
pasión entre adiciones al láudano, inseguridades y amoríos; Cy Tolliver, el
reverso aún más tenebroso de Swearingen, incapaz de controlarse; Utter, el
símbolo de la lealtad; Wu, el rey de las conversaciones a insultos; Calamity
Jane, o la deconstrucción de un héroe; Ellsworth y su enconado esfuerzo por
mantenerse honesto; EB, el capullo más adorable de la serie; Sol, la sensatez
entre tanta crueldad… Y así puedo seguir un rato.
Personas mudables, gente real que evoluciona, duda, sufre y sobrevive o muerte.
Y al final aparece el
último depredador, el definitivo. En la escala evolutiva del espanto es el monstruo más capaz. Un
leviatán del Oeste. George Hearst. El horror en estado puro,
metafísicamente perfecto. Sin fisuras. Solo voracidad económica, sin motivo ni
horizonte más que el hecho en sí mismo, desnudo, caníbal, pulverizador. El
progreso encarnado. El gran dinero entrañado. El oro es su sangre. Vaya duelo
de titanes para acabar la serie.
La
esperanza aquí reside en poder ver amanecer un nuevo día, encontrar la pepita
de oro más grande y salir zumbando sin mirar atrás. Deadwood
simplemente, existe. Es casi un ente vivo. Los animales de la
HBO no se contentaron con tres escenarios y un par de ranchos, no. Construyeron
un pueblo entero, con pelos y señales. Sus burdeles, almacenes y tiendas, sus
bares, periódicos y cementerios. Tal como ocurría en Roma, es
una recreación sucia y desgastada. Es desagradable pero no por ello menos
fascinante y absorbente. En Deadwood, las mujeres y los hombres se
enfangan. Los sombreros son la cima de lo polvoriento. Aquí, señores y señoras,
no hay higiene. Es un pueblo lleno de suciedad y sus
personajes, a no ser que estén todo el día en sus locales o domicilios, son el
vivo retrato de una realidad tan simple como la de que si un sitio está sucio,
quien lo habita se mancha. Por otra parte, las tetas de las prostitutas son tan
constantes y tan descarnadamente alejadas de la sensualidad que pueden
considerarse parte del escenario, al ser sus apariciones constantes, sin ningún
tipo de pudor.
El esfuerzo que la
HBO despliega para realizar cada capítulo es abrumador. Ahí reside la gloria y la
tragedia de la serie. Su elevado coste no se vio reflejado en una
gran audiencia, condenando una trama que tenía fuerza para cinco o seis
temporadas que se tuvo que quedar en tres. Por suerte, no queda
totalmente cortada como Carnivale, pues sus creadores supieron que iba a ser
cancelada a inicios de temporada y tomaron la decisión de embutir la que iban a
ser la 3º y la 4º temporadas en una fusión apelotonada pero decididamente
vibrante.
Deadwood es
una de las series más ambiciosas jamás realizadas, pues no sólo recrean
fielmente la realidad histórica de un pueblo del oeste, sino que gran parte de
los sucesos son reales (y realistas). Está documentado que Wild Bill Hickock,
Calamity Jane y los Hermanos Earpp pasaron por allí y dejaron su huella, que se
traslada noveladamente a la pequeña pantalla. Cada capítulo sorprende por la
complejidad de los recursos desplegados y abruma por la altura literaria de sus
diálogos, repletos de dobles intenciones, ambigüedades y grises por doquier.
A pesar de que es la producción con más ratio de insultos por capítulo, se
pueden encontrar sesudos artículos desglosando la inspiración que recibe de no
pocas obras literarias y teatrales.
Sin
embargo, es una serie realmente agreste para el espectador. Exige una atención
máxima que agota a un espectador debido a su tozudez por
mantener un clímax casi continuo. Perderse un guiño de un personaje o fallar al
comprender la segunda intención implícita en una frase provoca que no entiendas
una situación o reacción posterior. Su exacerbada violencia está presentada de
forma cruda y descaranda, sin asomo de gloria, puro pesimismo
que sobrecoge fácilmente a los corazones más sensibles. Al igual que el sexo,
tan desprovisto de cariño o pasión que provoca más desazón que placer. No
es, ni por asomo, una serie con la que relajarse y desconectar. Es un agrio
trago de una calidad impresionante, pero que es capaz de
repeler al espectador novato con demasiada facilidad. Es una lástima.
Su
poco éxito y su corta vida provocaron el olvido del gran público, pero su
consagración como serie de culto ha provocado la admiración de los espectadores
que la descubren tardíamente y acometen, osados, a ver la evolución de una
ciudad. Los personajes llegan, marchan y mueren, pero siempre hay algún cabo
argumental del que estar pendiente. Deadwood no te deja indiferente, puede
horrorizar, sobrecoger o provocar risas (especialmente si disfrutas con el
humor más negro y ácido), pero nunca estarás esperando a que suceda “algo”.
Deadwood es oscura,
desagradable y extrema, pero también es artística, profunda y endiabladamente
intensa. Cualquier adjetivo que yo le pueda dar a Deadwood creo que no será muy
objetivo. Sin embargo
no creo que esté lejos de la realidad.
Notas: 9, 9, 9
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