Parece que tras torturarnos con uno de los
dramas más intensos de su carrera, Woody vuelve
a sus películas-postal facilonas. Ésta vez se traslada al sur de Francia
(cerca de mi casa, por cierto) para contarnos su enésima historia de amor. Años
20, ritmo de Jazz por todos lados (que ya sabemos que a Woody le gusta poco),
diálogos ácidos y una historia de amor.
Los años no pasan
para el viejo Woody, cómo sino explicar ese sentimiento de eterna juventud y cándida
frescura que impregnan todas sus películas. Con una frescura encantadora e
inofensiva como una partida de ping-pong, Magic in the moonlight se desenvuelve con una gracia tonta propia
del humor singular del creador neoyorkino. Después de la malignidad de Jasmine,
Woody vuelve a territorio conocido y brinda una comedia romántica etérea y
simple.
En una brillante primera escena, contemplamos
el poder de la magia que nos hace creer lo imposible guiados por un pomposo
Colin Firth (aún más pagado de si mismo que en El discurso del Rey) que, en cuento se
baja del escenario muestra una faz arrogante, llena de cinismo y amargura.
Aquejado de un humor cáustico, disfruta localizando y ridiculizando a los
adeptos del ocultismo y el espiritismo, que caen bajo el poder de la razón y el
intelecto.
Cómo no, cuando un compadre mago le viene a
exponer el caso de una joven médium que ha embaucado a una rica familia de la
idílica Costa Azul, se lanza sin dudar a confundir y desenmascarar a la
usurpadora.
Tan pronto como llega, es testigo de
presentimientos, visiones, imágenes mentales, revelaciones… que se supone que
no puede conocer de ninguna manera. El mago sin ilusiones se queda perplejo al
comprobar cómo ello escapa a su raciocinio. ¿Y si todas sus certezas no eran
sino la muestra de su estrechez de miras, de su falta de espíritu? ¿Y si existe
la magia, sin trucos ni ardides?
El film tiene todo
lo que podemos esperar de una de sus obras menores: diálogos mordaces,
frescura, neuróticos atribulados y bellezas excéntricas. Como
siempre, la química entre los
protagonistas es magnífica, con un Colin Firth pagadísimo de si mismo y
una Emma Stone radiante y cautivadora. A partir de ahí, la pareja se desplaza
por las mejores playas de la costa francesa retratadas con la impecable fotografía con que Woody rueda
sus postales (a Barcelona, a Roma,
a París…). Todo es cándido en la radiante Riviera francesa, el
azul del mar, el verde de la arboleda y los rayos del sol reflejados en el
cabello de Emma Stone. Incluso es cándida la historia que se desarrolla, mínima pero encantadora, con un aroma a chuchería facilona
que enamora sin alardes. Un pequeño canto a la vida, a mantener esa
fe en que los milagros existen y la vida merece ser vivida. El Jazz que tanto gusta a Woody Allen no hace
sino acentúar la frescura y la ligerenza de la obra. Continuamente
aparecen pequeñas piezas que separan las diferentes escenas y refrescan un
metraje de por sí inofensivo. Simplemente, son cien minutos sin exigencias
de tramas profundas ni reflexiones sesudas, sólo un poco de magia, buenas
intenciones, bellos paisajes y un ritmo vivo.
Ha sido injustamente vilipendiada de manera
atroz por la crítica estadounidense, que esperaba un nuevo drama glamouroso y
que se ha sentido decepcionada con este entretenimiento ligero. Se nota que es una película que ha
rodado con el automático puesto, menor y simple, sin apenas complicaciones,
pero sigue siendo fresca y agradable de ver, con dos grandes actores
protagonistas y una chispita que te saca la sonrisa tonta. Y es que
no debemos olvidar que el automático de Allen es mejor que el ochenta por
ciento de las películas que hay en pantalla.
Nota filmaffinity: 6.2
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