Después
de tanto tiempo, ya tocaba que me metiera con el Joker para hacerle una bonita
reseña. Estamos ante una película que constituye un trabajo de orfebrería. Cada
elemento está en consonancia con el núcleo de la historia que se nos cuenta, envolviéndola
en tonos alucinatorios, pasando por una puesta en escena inquietante y un
trabajo actoral impecable (ya hablaremos de Joachim Phoenix más adelante). No
estamos ante una simple historia de ficción, estamos dentro de una epopeya
personal que se presta a múltiples interpretaciones con el maniqueísmo que
queramos, tanto íntimas como sociales y políticas. Cualquier amante de los
cómics estará probablemente encantado y todos los ajenos encontrarán igualmente
suficientes asideros para apreciar este relato.
Todo
el lío empieza delante de un simple espejo, no el de un cuento de hadas, sino
uno que no tiene nada de anormal. Meticulosamente, Arthur Fleck hace sus
muevas: tez blanca lívida, nariz rojo sangre, lágrimas azul petróleo, traje
atemporal desgastado. A sus espaldas, la radio se desgañita con tonterías.
Programas banales destinados en entretener con naderías se suceden con
noticiarios llenos de sombras y terrores, retratado un mundo decadente y
plagado de ratas donde los débiles sufren injusticia tras injusticia. Los
sermones de los presentadores parecen arrastrarnos a un estado de paroxismo sin
fin, dejando poco espacio a la compasión o siquiera un rastro de serenidad,
mientras Arthur pasa de las sonrisas a las lágrimas con una naturalidad escalofriante.
Una
vez preparados, Arthur y sus colegas se dispersan por las calles, payasos
anacrónicos encerrados en un mundo moderno que vive al límite. Cada uno tiene
sus productos, su tienda a defender para obtener unas migajas repartidas por un
capitalismo voraz. Dentro de este mundo de locos, muchos, a pesar de su
comportamiento jovial, están más que preparados para pisar las cabezas
necesarias para progresar. Una sociedad omnipresente que rezuma quiebra, donde
la solidaridad ni está ni se la espera.
Sin
embargo, Arthur, torpe dentro su pomposidad, sonríe sin descanso. Es lo único
que sabe hacer, única enseñanza de una madre tóxica, medio impedida, atrancada
en la nostalgia de sus recuerdos, de sus esperanzas rotas. Al anochecer, este
hijo al que apoda “Happy” la mece, la lava y la arropa, como cualquiera haría
por una criatura inocente y endeble, sin confesar sus muchos problemas que
tampoco es capaz de expresar. Encontramos incluso cierta elegancia conmovedora
en este hombre que sólo pide tener algún momento de gozo en su vida. Nadie lo
ve. No existen para nadie. Arthur parece condenado a permanecer invisible a
ojos de sus contemporáneos.
Y
esta indiferencia generalizada es tan violenta como las revueltas sociales que
pululan en la ominosa Gotham de los años 80 (ciudad imaginaria, pero prima
hermana de las monstruosas metrópolis de nuestros tiempos). ¿Hay alguna
escapatoria para los sufridores? Dentro de la oscuridad más tenebrosa, aparecen
pequeños destellos de consuelo, como las dulces palabras de una vecina amable
que parece no asustarse ante los desastrados trajes de “Happy”. Éste sentirá
como renace, cual mariposa que sale de su crisálida cuando un célebre
presentador le invita a participar de su show. Pero los sueños de Arthur Fleck
están condenados a hundirse en el abatimiento de las ilusiones perdidas. La
pérdida de este último rastro de cordura convertirá a nuestro iluso antihéroe
en un personaje malvado y seguro de sí mismo, que desborda rabia contra una
sociedad y un mundo que detesta.
Atenazados
entre la empatía y la repulsión, somos testigos del origen del mal, el
nacimiento de un verdadero villano, aquel que acechará las peores pesadillas de
Batman. Pero en parte (sólo en parte), le entendemos, pues hemos visto su
camino de incomprensión, humillaciones y heridas. Joker es hijo de la miseria,
que grita un “¡QUE OS DEN!” gigante contra el mundo, con una risa sardónica que
resuena en las mentes de todos aquellos que anhelan dormir tranquilos por las
noches.
Batman y Joker. Joker y Batman. Esta
dualidad de personajes se ha erigido a lo largo de los años como uno de los
baluartes más reconocibles de la DC. Esta adaptación librísima de los orígenes
del archienemigo por excelencia no deja a nadie indiferente, constituyendo un
acertado retrato de los tiempos, a pesar de que no guarde especial parecido con
el personaje más canónico. Poco de súper héroes encontramos aquí, sino de
marginados y sociedades terroríficas que causan desazón por la facilidad con la
que nos identificamos con la precaria situación que rodea al protagonista. Si
no es por el título, que nos recuerda dónde estamos, quizás ni sospecharíamos
que estamos ante el que baila con un demonio a la luz de la luna. Una relación
que se produce, obviamente, como llamada de atención para que nos fijemos de
que esto no es un simple drama, esto no es una película más de súpers, ni falta
que hace. A lomos de su rimbombante título, que nos hace ya presagiar una gran
epopeya, tenemos una propuesta que sabe revolver nuestro interior.
La
principal razón reside en el visceral trabajo de Joachim Phoenix. Un animal de
la interpretación que ya había dado claras muestras de saber retratar la locura
con maestría (Gladiator,
En la cuerda floja),
carga aquí a sus espaldas un papel tremebundo, lleno de matices, con espacio en
el guión para sacar todo el arsenal de la buena interpretación y construir una
actuación de Oscar, cantadísimo desde el primer momento. Sin él, la película
caería fácilmente en la parodia o el maniqueísmo, perdiendo gran parte de su
valía. Si nos vamos a acordar de Joker dentro de diez años, será por Phoenix.
Pero
bueno, tampoco despreciemos el acertadísimo ejercicio de estilo de Todd
Phillips, una imbécil integral que quería retratar su rechazo a una sociedad en
la que el politicorrectismo domina cada estrato y sólo se puede hacer crítica
desde la ficción, impidiendo cualquier debate por la visceralidad que desborda
nuestra sociedad. Rueda cargado de vitriolo, con muchas ganas de provocar y de
hablar de lo que no se puede hablar, con la idea de incomodar al respetable, en
un film que admite cientos de interpretaciones, que se pueden resumir (mucho) en que el desamparo social produce
monstruos y que las crisis traen turbas destructoras. El mensaje desplegado es
confuso pero atronador, la fotografía es impecable, con una puesta en escena
siniestra e inquietante, un tono descarnado lleno de excesos, un ritmo incómodo
y una redundancia desconcertante que se asegura de no dejar a nadie
indiferente.
Viene
acompañado por una banda sonora de hipnótico desazón que roba la atención y
contribuye, a su vez, a captar nuestra atención para que no perdamos ni medio
detalle de lo que ocurre.
El
férreo guión construye a los personajes con un brioso cincel que admite muchos
grises, con la clara sensación de que aquí no hay nadie inocente, ya sea por
maldad, desidia o inacción. Constituye uno de las presentaciones de “malvado de
cómic” mejor realizadas, alejándose del villano de opereta para que captemos
todas sus motivaciones (justificadas o no) y sobre todo, su punto de vista
desde el que autojustifica sus decisiones, después de todo, es él quién cuenta
la historia. No es una propuesta usual ni tampoco nos la habían mostrado tan
bien como en este caso.
Una
de súpers sin súpers, que ni siquiera aprovecha el tópico como excusa
argumental sino como modo para hacerse publicidad. No sorprende que rompiera
los esquemas a mucha gente, para lo bueno y lo malo.
Y es que en el fondo es un drama social con multitud de matices, un Taxi Driver actualizado e hipervitaminado que, al pasar por el matiz del bufón del crimen le da un toque especial de carisma y buena recepción entre el público. Se remata además con la excelsa actuación de Phoenix, que es quién eleva la película a una cota todavía mayor. Joker es áspera, desagradable, sabe hallar cosas en nosotros que no nos gusta y, a la que nos paramos mirar, tampoco cuenta nada nuevo. Sin embargo, lo hace con cierta originalidad y un mimo mayúsculo por el detalle, que siempre es algo a valorar.
Nota:
9
Nota filmaffinity: 8.0
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