Esta última semana tuve que hacer de canguro de mis sobrinos (8 y 11 años).
Cuando me enteré de que nunca habían visto El Mago de Oz, no se me
ocurrió otra cosa que dársela a ver para que disfrutaran. Se trata de una de
las películas mágicas de mi infancia y, por ello, me pareció una elección obvia
para que estos nativos de la era digital pasaran un buen rato. ¿Me equivocaba?
En el momento me pareció una idea estupenda. ¿Cómo este clásico podía no
funcionar? Mucho antes del éxito de El Señor
de los Anillos, de Harry Potter o incluso que de Las Crónicas
de Narnia, El Mago de Oz ya suscitaba entre los más jóvenes un
entusiasmo sin precedentes. Más que un film, la obra de Victor Fleming era – en
EEUU – un tesoro nacional, una película eterna. Y luego, justo al darle al Play,
un escalofrío. ¿Qué le va a ofrecer esta película a un niño que está harto
de explorar mundos congelados en un Tauntaun
o de seguir al Caballero
Oscuro en sus andanzas?
Los ingredientes del Mago de Oz para
fascinar son de los que han bebido todas las películas infantiles de la
historia: la acción (las escenas del
tornado y los ataques de los simios voladores), personajes extraños y simpáticos (los Munchkins, el león, el
hombre de hojalata y el espantapájaros), la fantasía (con Gilda, el hada del Norte, y la sala de las llamas
del Mago) sin olvidarnos, evidentemente, de un personaje maléfico con tanto carisma como Darth Vader, la
malvadísima bruja del Oeste. Son
primigenios, llenos de ingenuidad, sin el rastro de sofisticación que destilan
las producciones actuales. Después de todo, de aquí salió la esencia. Pero claro, estas cosas ya las tienen más que
vistas.
Quizás por ello, las primeras risas (casi de vergüenza ajena) al ver
aparecer el hada del Norte y el camino de baldosas amarillas me pusieron
especialmente en alerta. Sin embargo, al
avanzar la película fueron entrando en ella y se notó que pasaron un buen rato.
Para el mayor no es nada que le fuera a marcar (éste ya empieza a estar
interesado en otras cosas) pero el pequeño estuvo todo el día (y parte de la
semana) dando tanto la lata con el “We’re off to see the wizard, The Wonderful
Wizard of Oz!!” que mi hermano se ha acordado de mí unas cuantas veces ^^. No
dudo que en un puñado de años se la pondrá a sus retoños.
Da gusto cuando se ve una película hecha con
cariño. Las limitaciones de la época no son óbice para estrujar las técnicas
disponibles al límite y forjar un mundo lleno de vida en el que las niñas
enfurruñadas se refugian cuando creen odiar su vida y sus padres (como le
ocurre a cualquier niño). Oz es todo lo que queramos que sea: el mejor lugar al
que llegar tras un tornado, un enfrentamiento contra el mal más puro, un punto
de encuentro para encontrar amigos de verdad, aprender cualidades esenciales en
la vida (cerebro, valor y corazón) y la madurez para sentir nostalgia del hogar
y saber cuándo regresar.
¿Su imaginería ha quedado cutre para nuestros
ojos? Pues un poco, para que negarlo. Sin embargo, esto no le
impide tener la magia para hacer disfrutar a los pequeños, muchas veces menos
exigentes que estómagos más curtidos en estas lides. Lo maravilloso está, pues,
presente para inculcar los valores universales del coraje y la importancia de
la amistad. Poco importa si nosotros,
adultos, sabemos que el caballo de Ciudad Esmeralda no cambia de color o que
los decorados son falsos. El cartón piedra funciona tan bien como el
ordenador para que Oz sea creíble a
ojos ávidos de fantasías (o al menos, para conseguir que quieran dejarse
engañar). Desde el momento en que Dorothy pasa de un triste mundo en sepia a
otro, deslumbrante, lleno de vida y color, la magia opera hasta que leemos el
“The End”. Tal como he hecho, las antiguas generaciones recuerdan la película a
las nuevas y el resultado sigue siendo todavía satisfactorio.
Incluso por encima de su desbordante imaginación, quizás lo que más valoro es su capacidad para
enseñar a los más pequeños sin paternalismos. En la vida real, las
personas no tienen súper poderes, pero llevan a cabo cosas extraordinarias. La
confianza en uno mismo, saber buscar nuestros puntos fuertes y luchar para
corregir los débiles. Es la forma de avanzar. Y la película lo describe
sutilmente, dejando que el pequeño lo razone y medite sobre ello.
En estos tiempos faltos de ideas, los productores de la MGM decidieron que
sería una buena idea realizar una especie de remake/reboot -o como quiera
llamársele a cargo de Sam Raimi-, que acabó protagonizando James Franco. A este
Oz hay que
reconocerle que consigue actualizar el colorido universo a los nuevos tiempos,
aplicando las tecnologías digitales con esmero y vistosidad. No obstante, se
quedó en un intento fallido, ya que su guión era incluso más infantil e inocuo
que su referente, sin atisbo de la magia que el clásico de 1939 atesoraba.
En resumen, El Mago de Oz es casi una película eterna, que
los niños de todas las edades aún siguen apreciando. ¿Resistirá una
generación más?
Nota: 9
Nota filmaffinity: 7.4
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